Relatos bajo la forma mágica de una propiedad ajena, la del lector. Autoría encubierta en mentira y espejo del que no soy... del que lee. Siniestro juego, encanto de una pasión más allá de mí mismo, inscripta en un otro siempre ausente de mí... agonía de un deseo que se hace signos: símbolos de quienes somos o hacia donde vamos... Entre el silencio y la línea que nos divide: palabras, traducciones de nosotros mismos, lenguajes de nuestra propia ausencia.

viernes, 31 de octubre de 2008

Sor Juana Inés de la Cruz

Deténte, sombra de mi bien esquivo,
imagen del hechizo que más quiero,
bella ilusión por quien alegre muero,
dulce ficción por quien penosa vivo.

Si al imán de tus gracias atractivo
sirve mi pecho de obediente acero,
¿para qué me enamoras lisonjero,
si has de burlarme luego fugitivo?

Mas blasonar no puedes satisfecho
de que triunfa de mí tu tiranía;
que aunque dejas burlado el lazo estrecho

que tu forma fantástica ceñía,
poco importa burlar brazos y pecho
si te labra prisión mi fantasía.
Sor Juana Inés de la Cruz

Al que ingrato me deja, busco amante;
al que amante me sigue, dejo ingrata;
constante adoro a quien mi amor maltrata;
maltrato a quien mi amor busca constante.

Al que trato de amor, hallo diamante,
y soy diamante al que de amor me trata;
triunfante quiero ver al que me mata,
y mato al que me quiere ver triunfante.

Si a éste pago, padece mi deseo;
si ruego a aquél, mi pundonor enojo:
de entrambos modos infeliz me veo.

Pero yo, por mejor partido, escojo
de quien no quiero, ser violento empleo,
que, de quien no me quiere, vil despojo.

De noche

Javier Sosa

En las estrellas descubro tu nombre
flor misteriosa
oscuridad del alma
En tu quimera,
en tu carema
de azules vientos...
Nocturna
la mirada
escondes.

viernes, 24 de octubre de 2008

En silencio

Javier Sosa

Tengo que construir una respuesta para tu partida
O hacer este poema con lágrimas y
Guardar tus cartas en el olvido

Tengo que cambiar la yerba del mate que cebabas
Y ponerle azúcar

Tengo que construir una respuesta para el silencio
Para la distancia
Tengo que hablar sin decirte
Y escribir como si no te pensara.

domingo, 19 de octubre de 2008

La palabra

Javier Sosa

Vuelve la palabra
Como un rumor antiguo
Como un secreto
Ahora y antes y mañana
Cuando el sol se enciende
o la luna empalidece

Vuelve la palabra
La que en silencio piensa
O se pronuncia
La que no dice nada
La que miente

Vuelve la palabra

La que se siembra cálida en otros labios
La que se invoca en la alegría
La que acude suave en los lamentos

A su lecho
A su canción
A su memoria

Vuelve la palabra.

Lecturas de la escuela que marcaron mi escritura

Lo secreto

María Luisa Bombal

Sé muchas cosas que nadie sabe. Conozco del mar, de la tierra y del cielo infinidad de secretos pequeños y mágicos. Esta vez, sin embargo, no contaré sino del mar. Aguas abajo, más abajo de la honda y densa zona de tinieblas, el océano vuelve a iluminarse. Una luz dorada brota de gigantescas esponjas, refulgentes y amarillas como soles. Toda clase de plantas y de seres helados viven allí sumidos en esa luz de estío glacial, eterno... Actinias verdes y rojas se aprietan en anchos prados a los que se entrelazan las transparentes medusas que no rompieran aún sus amarras para emprender por los mares su destino errabundo. Duros corrales blancos se enmarañan en matorrales estáticos por donde se escurren peces de un terciopelo sombrío que se abren y cierran blandamente, como flores. Veo hipocampos. Es decir, diminutos corceles de mar, cuyas crines de algas se esparcen en lenta aureola alrededor de ellos cuando galopan silenciosos. Y sé que si se llegaran a levantar ciertas caracolas grises de forma anodina puede encontrarse debajo a una sirenita llorando. Y ahora recuerdo, recuerdo cuando de niños, saltando de roca en roca, refrenábamos nuestro impulso al borde imprevisto de un estrecho desfiladero. Desfiladero dentro del cual las olas al retirarse dejaran atrás un largo manto real hecho de espuma, de una espuma irisada, recalcitrante en morir y que susurraba, susurraba... algo así como un mensaje. ¿Entendieron ustedes entonces el sentido de aquel mensaje? No lo sé. Por mi parte debo confesar que lo entendí. Entendí que era el secreto de su noble origen que aquella clase de moribundas espumas trataban de suspirarnos al oído... —Lejos, lejos y profundo —nos confiaban— existe un volcán submarino en constante erupción. Noche y día su cráter hierve incansable y soplando espesas burbujas de lava plateada hacia la superficie de las aguas... Pero el principal objetivo de estas breves líneas es contarles de un extraño, ignorado suceso, acaecido igualmente allá en lo bajo. Es la historia de un barco pirata que siglos atrás rodara absorbido por la escalera de un remolino, y que siguiera viajando mar abajo entre ignotas corrientes y arrecifes sumergidos. Furiosos pulpos abrazábanse mansamente a sus mástiles, como para guiarlo, mientras las esquivas estrellas de mar animaban palpitantes y confiadas en sus bodegas. Volviendo al fin de su largo desmayo, el Capitán Pirata, de un solo rugido, despertó a su gente. Ordenó levar ancla. Y en tanto, saliendo de su estupor, todos corrieron afanados, el Capitán en su torre, no bien paseara una segunda mirada sobre el paisaje, empezó a maldecir. El barco había encallado en las arenas de una playa interminable, que un tranquilo claro de luna, color verde-umbrío, bañaba por parejo. Sin embargo había aún peor: Por doquiera revolviese el largavista alrededor del buque no encontraba mar. —Condenado Mar—vociferó—. Malditas mareas que maneja el mismo Diablo. Mal rayo las parta. Dejarnos tirados costa adentro... para volver a recogernos quién sabe a qué siniestra malvenida hora... Airado, volcó frente y televista hacia arriba, buscando cielo, estrellas y el cuartel de servicio en que velara esa luna de nefando resplandor. Pero no encontró cielo, ni estrellas, ni visible cuartel. Por Satanás. Si aquello arriba parecía algo ciego, sordo y mudo... Si era exactamente el reflejo invertido de aquel demoníaco, arenoso desierto en que habían encallado. Y ahora, para colmo, esta última extravagancia. Inmóviles, silenciosas, las frondosas velas negras, orgullo de su barco, henchidas allá en los mástiles cuan ancho eran... y eso que no corría el menor soplo de viento. —A tierra. A tierra la gente —se le oye tronar por el barco entero—. Cargar puñales, salvavidas. Y a reconocer la costa. La plancha prestamente echada, una tripulación medio sonámbula desembarca dócilmente; su Capitán último en fila, arma de fuego en mano. La arena que hollaran, hundiéndose casi al tobillo, era fina, sedosa, y muy fría. Dos bandos. Uno marcha al Este. El otro, al Oeste. Ambos en busca del Mar. Ha ordenado el Capitán. Pero. . . —Alto —vocifera deteniendo el trote desparramado de su gente—. El Chico acá de guardarrelevo. Y los otros proseguir. Adelante. Y El Chico, un muchachito hijo de honestos pescadores, que frenético de aventuras y fechorías se había escapado para embarcarse en "El Terrible" (que era el nombre del barco pirata, así como el nombre de su capitán), acatando órdenes, vuelve sobre sus pasos, la frente baja y como observando y contando cada uno de ellos. —Vaya el lerdo... el patizambo... el tortuga —reta el Pirata una vez al muchacho frente a él; tan pequeño a pesar de sus quince años, que apenas si llega a las hebillas de oro macizo de su cinturón salpicado de sangre. "Niños a bordo" —piensa de pronto, acometido por un desagradable, indefinible malestar. —Mi Capitán —dice en aquel momento El Chico, la voz muy queda—, ¿no se ha fijado usted que en esta arena los pies no dejan huella? —¿Ni que las velas de mi barco echan sombra? —replica éste, seco y brutal. Luego su cólera parece apaciguarse de a poco ante la mirada ingenua, interrogante con que El Chico se obstina en buscar la suya. —Vamos, hijo—masculla, apoyando su ruda mano sobre el hombro del muchacho—. El mar no ha de tardar. . . —Sí, señor —murmura el niño, como quien dice: Gracias. Gracias. La palabra prohibida. Antes quemarse los labios. Ley de Pirata. "¿Dije Gracias?"—se pregunta El Chico, sobresaltado. "¡Lo llamé: hijo!" —piensa estupefacto el Capitán. —Mi Capitán —habla de nuevo El Chico—, en el momento del naufragio... Aquí el Pirata parpadea y se endereza brusco. —...del accidente, quise decir, yo me hallaba en las bodegas. Cuando me recobro, ¿qué cree usted? Me las encuentro repletas de los bichos más asquerosos que he visto... —¿Qué clase de bichos? —Bueno, de estrellas de mar... pero vivas. Dan un asco. Si laten como vísceras de humano recién destripado... Y se movían de un lado para otro buscándose, amontonándose y hasta tratando de atracárseme... —Ja. Y tú asustado, ¿eh? —Yo, más rápido que anguila, me lancé a abrir puertas, escotillas y todo; y a patadas y escobazos empecé a barrerlas fuera. ¡Cómo corrían torcido escurriéndose por la arena! Sin embargo, mi Capitán, tengo que decirle algo... y es que noté... que ellas sí dejaban huellas. . . El terrible no contesta. Y lado a lado ambos permanecen erguidos bajo esa mortecina verde luz que no sabe titilar, ante un silencio tan sin eco, tan completo, que de repente empiezan a oír. A oír y sentir dentro de ellos mismos el surgir y ascender de una marea desconocida. La marea de un sentimiento del que no atinan a encontrar el nombre. Un sentimiento cien veces más destructivo que la ira, el odio o el pavor. Un sentimiento ordenado, nocturno, roedor. Y el corazón a él entregado, paciente y resignado. —Tristeza —murmura al fin El Chico, sin saberlo. Palabra soplada a su oído. Y entonces, enérgico, tratando de sacudirse aquella pesadilla, el Capitán vuelve a aferrarse del grito y del mal humor. —Chico, basta. Y hablemos claro, Tú, con nosotros, aprendiste a asaltar, apuñalar, robar e incendiar... sin embargo, nunca te oí blasfemar. Pausa breve; luego bajando la voz, el Pirata pregunta con sencillez. —Chico, dime, tú has de saber... ¿En dónde crees tú que estamos? —Ahí donde usted piensa, mi Capitán—contesta respetuosamente el muchacho... —Pues a mil millones de pies bajo el mar, caray —estalla el viejo Pirata en una de esas sus famosas, estrepitosas carcajadas, que corta súbito, casi de raíz. Porque aquello que quiso ser carcajada resonó tremendo gemido, clamor de aflicción de alguien que, dentro de su propio pecho, estuviera usurpando su risa y su sentir; de alguien desesperado y ardiendo en deseo de algo que sabe irremisiblemente perdido.


Leer, leer, vivir la vida

Miguel de Unamuno, España, 1864-1936
1953

Leer, leer, vivir la vida
que otros soñaron.
Leer, leer, leer, el alma olvida
las cosas que pasaron.
Se quedan las que quedan, las ficciones,
las flores de la pluma,
las olas, las humanas creaciones,
el poso de la espuma.
Leer, leer, leer;
¿seré lecturamañana también yo?
¿Seré mi creador, mi criatura,
seré lo que pasó?


El grillo

Conrado Nalé Roxlo

Música porque sí, música vana
como la vana música del grillo;
mi corazón eglógico y sencillo
se ha despertado grillo esta mañana.

¿Es este cielo azul de porcelana?
¿Es una copa de oro el espinillo?
¿O es que en mi nueva condición de grillo
veo todo a lo grillo esta mañana?

¡Qué bien suena la flauta de la rana!
Pero no es son de flauta: en un platillo
de vibrante cristal de a dos desgrana

gotas de agua sonora. ¡Qué sencillo
es a quien tiene el corazón de grillo
interpretar la vida esta mañana!

sábado, 18 de octubre de 2008

Redacción o la acción de las palabras

Javier Sosa

Había una inminente dificultad por encontrar las palabras en esa tarde azul. Ellas lo sabían porque quizás escapaban o querían hacerse desear. Apenas me di vuelta, divisé ebulliciones transparentes sobre las cabezas de mis compañeros. En halos y auras, pululaban los términos más diversos: sin dejarse asir. Los verbos ya no hacían ni sentían ni pensaban. Los adverbios estaban peleados con los verbos y los adjetivos. No había forma de unir un sujeto con su predicado y los adjetivos eran indecibles… indescriptibles.
Mariana estaba demasiado concentrada para darse cuenta de que dentro de su diccionario, que dormía a su lado, las palabras hacían una fiesta. Si lo hubiera abierto, no hubiera sido capaz de descifrar el significado de “significado”. Pero esa anarquía le era indiferente ya que ella se empecinaba en no seguir su texto hasta encontrar ese vocablo que diera sentido a sus intenciones… vanos esfuerzos: las palabras escaparían igualmente.
Y del otro lado, dos diccionarios se habían declarado la guerra, que empezaría ni bien lograran sortear ese espacio infinito que existía entre ellos. Lo peor, no se decían nada, se desafiaban desdiciéndose. En ese momento, me llegó la hora, ya que no pude encontrar la palabra necesaria para decir ________ o ___________. Pero igualmente busqué la manera de seguir…
Un sol infrarrojo fue bajando lento e implacable. Su iridiscencia no opacaba la tenacidad de mis compañeros. Agrupados en el pensamiento, viajamos juntos a rescatar las frases que nos hacían falta… hilamos y anudamos la trama… atamos cabos sueltos y soltamos amarras… navegamos por los rincones menos explorados de nuestra habla… y el diálogo interno se escribía en líneas más uniformes y cohesivas.
Pronto algunas hojas zarparon a su destino final; las miradas se desgarraban en sus intentos por completar la tarea a tiempo. Algunos resignados, entregaban sus escritos sin confianza en sus dichos… magia incierta la de esas palabras…. Música secreta…
Al partir, la profesora indicó la lectura de la página noventa y tres… y fue entonces cuando comenzó la alquimia. Ya fuera del aula, en su carpeta y entre las hojas apiñadas, las palabras se encontraron. Se permutaron entre ellas y se ordenaron… cantaron himnos y bailaron suavemente, hasta que el sueño las atrapó en la tinta y quedaron allí, suspendidas, brillando bajo el hechizo del papel. Ya perdonadas entre sí, ya creativas, ya otras… las palabras sorprendieron con sus mejores atributos… Cuando el sol se había ido, concluí que nadie pudo advertir este misterioso engaño lingüístico.

Soledad

Javier Sosa

Y con la soledad, ¿qué se hace?
Se la dobla bien prolija o se la rompe en pedazos como una carta inútil
O se la bebe rápido
O se la escupe
O se le saca una foto con una casa o con un perro
O se la invita a tomar el té de las cinco…
Con la soledad, ¿qué se hace?
Se la revuelca en arena
Se la transpira
Se la pinta de azul o verde
Se la amanece lenta en invierno
Se la atardece rápida en otoño
Se la esconde debajo de la almohada
Se la mima un poco por las tardes porque está sola
O se la saca a tomar aire cuando nadie viene los domingos
Para que no se llene de olor a encierro
Con la soledad del alma, digo
Si, con esa soledad siempre presente
Detrás de nuestro murmullo cotidiano.
Con esa soledad:
¿Qué se hace?

Javier 18/10/08 20:30