Relatos bajo la forma mágica de una propiedad ajena, la del lector. Autoría encubierta en mentira y espejo del que no soy... del que lee. Siniestro juego, encanto de una pasión más allá de mí mismo, inscripta en un otro siempre ausente de mí... agonía de un deseo que se hace signos: símbolos de quienes somos o hacia donde vamos... Entre el silencio y la línea que nos divide: palabras, traducciones de nosotros mismos, lenguajes de nuestra propia ausencia.

jueves, 29 de enero de 2009

La máscara y la palabra

LUISA VALENZUELA

Ella y él se van a separar en esta ciudad dormida de provincia. Él está por partir al extranjero a reencontrarse con su familia. Ella tomará sola el ómnibus de regreso a la capital, pero antes quiere conocer el famoso museo de ciencias naturales de la ciudad. Él la acompaña a través del parque y en lo alto de las escalinatas del museo se besan largamente. Es la despedida. Quizá ella espere escuchar una palabra, él no la dice. Les cuesta separarse, sin embargo él se aleja y ella, algo avergonzada, trata de sonreír a los guardianes apostados en la puerta.
El interior del museo es vetusto, los saurios pleistócenicos acumulan el polvo de un tiempo mezquino, no geológico, la mujer vaga por extensas galerías, elipsis concéntricas en torno a desconcertantes centros dobles. Hay vitrinas y vitrinas con pájaros embalsamados, poco queda del brillo de sus plumas. La mujer apenas siente el dolor de lo no dicho, sólo se deja ser. Deambula. Tras una de las tantas escaleras que ha subido o bajado descubre, como un remanso, una pequeña tienda de recuerdos con un viejo vendedor dormido y opacos objetos entre los que resalta una máscara de piedra. A ella le gusta la máscara pero no se detiene: quiere algo auténtico. Mucho más allá por las galerías curvadas encuentra la original, justo justo a la altura de sus ojos. Es una máscara mortuoria, bella en sus puras líneas de granito. El sol que entra por una ventana a espaldas de la mujer pega sobre la polvorienta vitrina y le brinda un espejo traslúcido. Ella se mueve con infinita delicadeza – está sola en la sala, por todas las salas vagó sola – buscando la posición exacta para lograr que el reflejo de su rostro coincida rasgo por rasgo con la máscara. Así permanece largo rato, como con la máscara puesta, pensando en la palabra no dicha, consiente por vez primera de que ella también, sí, también en ella estuvo la posibilidad de expresar algo. Amor quizá, o un ansia. Ya es tarde. Decide volver a este presente y encaminarse a la tiendita del museo para comprar una réplica. Al fin y al cabo la máscara no tiene expresión de dolor, sólo su palidez eterna. Entonces ella desteje sus pasos por las curvadas galerías y desciende por las escaleras y pasa bajo la ballena azul y contornea gliptodontes y no encuentra la tienda. Ya cerca de la entrada, opta por pedirles indicaciones a los guardianes.
Mientras tanto él ha tenido el tiempo de arrepentirse veinte veces de lo no dicho y decide volver al museo aunque sea para un último abrazo. Pregunta a los guardianes de la entrada si han visto salir a una mujer así y asá. La mujer que usted estaba besando, confirman los guardianes, y le dicen: acaba de asomarse hace pocos minutos buscando la tienda de recuerdos. El sigue las indicaciones, llega a la tienda. A ella no la encuentra. Sólo ve a un viejo vendedor que parece estar dormido desde siempre y ve un extraño rostro de piedras con ojos y boca perforados. Ni uno ni otro llaman su atención. Es a ella a quien busca, y ella debe haberse perdido. Se lanza de prisa por las vastas galerías, pasa bajo la ballena azul, contornea esqueletos de dinosaurios, todos modelos de utilería se dice, no ve los reflejos en las vitrinas, sólo la busca a ella, escaleras arriba y escaleras abajo la busca, a veces hasta atina a llamarla por su nombre, a los gritos, total el museo parece desierto, la llama por las salas desiertas, desdobladas, donde ella no está. ¿Pudo haberse ido? los guardianes de la entrada frente a los que se encuentra una vez más dadas las ineluctables vueltas del museo le aseguran que no. Esta es la única salida y por aquí no pasó, declaran. A lo lejos suena la bocina del taxi, llamándolo, él no quiere irse sin verla una vez más, sin quizá decirle, quizá, pero el avión no espera, ella no aparece en ninguna parte ni ene l baño de damas ni en el otro, él quiere abrazarla. Ella no está. Agrisado él busca la salida, baja las escalinatas, se dirige al taxi, al aeropuerto, al mundo.
Dentro del museo de ciencias naturales, la máscara de la vitrina parece sonreírle a su réplica de la tienda.
Y el viejo vendedor sigue durmiendo.