Relatos bajo la forma mágica de una propiedad ajena, la del lector. Autoría encubierta en mentira y espejo del que no soy... del que lee. Siniestro juego, encanto de una pasión más allá de mí mismo, inscripta en un otro siempre ausente de mí... agonía de un deseo que se hace signos: símbolos de quienes somos o hacia donde vamos... Entre el silencio y la línea que nos divide: palabras, traducciones de nosotros mismos, lenguajes de nuestra propia ausencia.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Monstruos



Los monstruos se esconden en la cama, en los armarios y en las frías oficinas, de noche y de día. Los espejos están poblados de monstruos, en todo momento, en todo lugar, asoman, irrumpen, devoran y huyen, pero vuelven. Azotan y golpean como ecos trágicos de la memoria. Vuelven, del pasado, van hacia ningún tiempo y por ninguna persona. Están acá mismo mientras hablamos de ellos, dentro nuestro o en los hospitales, las escuelas, los asilos o los tribunales. Los monstruos son mis obsesiones, mis desgracias, mis desafíos, mis fobias y aversiones. Son tus silencios opresivos, tus miradas desentendidas y tus indiferencias brutales. Nuestros cuerpos quedan presos de ellos. Nos entumecemos por la repetición. Nuestro corazón danza la macabra coreografía de las sombras. Insensibles a la realidad, nuestras mentes se ciegan por supuestos incuestionables y actitudes rectoras. No nos permiten ver qué hay más allá ni más acá. Nos programamos para morir en este desastre de ataduras y barreras.  Ahora toca la campana y se termina el recreo. Mi clase está plagada de ezquizofrénicos. Aquí estoy, en una sala que alberga unas cuarenta realidades. Cada una absorta en su mundo. Un pibe dirige su propio partido de fútbol. Otro baila el ula ula. Otro dirige un tránsito imaginario, o eso supongo. Apenas respiran, sus cuerpos cuelgan flácidos, sus miradas vagas. Salvo unos espasmos de actividad, son como pesadas bolsas de carne que albergan los monstruos del desencanto y el placer narcisista. Me meto en sus mundos personales y trato de seguir sus coreografías. A su tiempo, cada uno emprende un viaje hacia sus sombras y empalidecen. Vivo a caballo entre dos mundos. Sentado inmóvil, en medio de una sala de techo alto y paredes de piedra, dejo capturar mi imagen por unos ancianos que sólo me miran por un instante y luego se abstraen. Después de cada clase, recorro la sala asimilando los cientos de visiones de mi cuerpo. Hay quienes me ven como un collage y quienes como una línea ondulante. Ahora, el museo está en silencio y no hay nadie que me mire. Para algunos soy un pájaro en vuelo para otros una antigua gata egipcia o una montaña japonesa. Hermoso, hermosa, fea, feo, malo, mala; no se. Algunos monstruos me gustan, otros no. Soy todos ellos y a la vez ninguno. Comprendo que todos son verdaderos pero ninguno permanente. Me sorprende que esta comprobación no me sumerja en la desesperanza, por eso, porque no espero nada. Ahora estoy afuera. La sala y el museo son un recuerdo vago. En la intimidad sombreada de un jardín, un anciando sentado sobre un muro toca la guitarra. Sus ojos están cerrados. Una mujer mayor está de pie junto a él, sus ojos también cerrados. Lentamente empieza a bailar absorta y se desnuda en su danza. Su danza me eleva. En un instante todas mis preocupaciones mundanas desaparecen. Varón o mujer, ya no importa.