Relatos bajo la forma mágica de una propiedad ajena, la del lector. Autoría encubierta en mentira y espejo del que no soy... del que lee. Siniestro juego, encanto de una pasión más allá de mí mismo, inscripta en un otro siempre ausente de mí... agonía de un deseo que se hace signos: símbolos de quienes somos o hacia donde vamos... Entre el silencio y la línea que nos divide: palabras, traducciones de nosotros mismos, lenguajes de nuestra propia ausencia.

jueves, 28 de octubre de 2010

El hombrecito del zócalo rosa



La muerte espera en la puerta de la escuela. Calavera brillante ante el oscuro terciopelo y cintas que dibujan su negro contorno con guadaña. Mira el reloj. Falta media hora. De pronto, el hombrecito del zócalo rosa se le presenta ante sus pies y le dice: "Muerte linda, muerte bella, déjame contarte el cuento de una princesa". La puntilla negra, las perlas azabache y los huesudos ojos huecos se estremecen. Nunca nadie le ha hablado así a la muerte. Nunca. Nadie. Excepto el hombrecito del zócalo rosa que se ha puesto a recitar la larga historia de la princesa muerta. La muerte atenta escucha y el tiempo transcurre rápido y fugaz. El pequeño personaje rápidamente salta y da una vuelta sobre sí mismo. En ese momento ese gesto en esa parte de la historia permite que la muerte se largue a reír de una manera tan insoportable que vibran las campanas de la iglesia cercana mientras unas palomas se lanzan, temerosas, en vuelo sobre la ciudad.

Toca la campana. La muerte se alista. El hombrecito pierde el equilibrio y cae. Martín sale del aula y corre a la calle. Intenta perderse pero dos compañeros lo siguen. Cuando sortean la primer cuadra de la escuela se pierden en el campito que queda al lado de la ruta, por donde pasa el tren. Le gritan "puto". Sí, "puto de mierda". Otras cosas le gritan, pero Martín no escucha. El intentó defenderse en el recreo con un puñetazo, la venganza de sus compañeros supo esperar a la salida. De pronto, Martín pierde el equilibrio y cae, sin saberlo, en un pozo profundo que alguien habría olvidado tapar en algún intento de construcción al lado de las vías. Su cabeza golpea la roca que la muerte había preparado como almohada eterna.

En la puerta de la escuela nadie notará que el hombrecito del zócalo rosa está triste. Su último intento por salvar al único niño que lo saludaba día a día al entrar a clase había fallado. Recluido en su rosado diámetro una gota salobre se dibuja en su mejilla. Una hormiga pasa en su recorrido habitual y lo detecta, pero su tarea de llevar la ramita al hormiguero le impide frenar. Atardece. El sol oscurece el rosa en el horizonte y el hombrecito se apaga en un silencio nocturno y eterno.