Las angustias se hacían mares.
Pedía un límite para esa inmensidad.
Se sentó solo en un parque frente a un lago.
Pensaba en ese amor que al regreso ya no conoció.
Y, cada tanto, una brisa le acariciaba la cabeza y le daba alas a las lágrimas.
Rato después, al secarse las lágrimas, el tiempo le vino a regalar más vida. Se puso de pie y siguió caminando.